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[ Relatos cortos 2020 ]

	 Manuel

Manuel siempre vivió entre los consejos de su padre y las enseñanzas de su madre.
Él le mostraba todos los secretos del oficio y, mientras aprendía a tejer los orificios
por los que las melodías salían, se preguntaba cómo les daba para comer con aquel
trabajo, pues en el pueblo solo había un músico, el organista de la iglesia que, una vez
al año, poco antes de la misa del gallo, pedía a su padre que afinara el órgano, lo único
de valor en una parroquia donde había más desconchados que santos. Lo descubrió
cuando empezó a revisar los libros de contabilidad. Hasta entonces, no supo que por
las manos de su padre pasaba todo lo que emitía algún sonido en la Sala Dorada de
la Musikverein de Viena, en los conciertos de año nuevo. Tiempo después, averiguó
que no solo se dedicaba a afinar los instrumentos, sino que, en alguna ocasión,
había señalado cuál era el director que debía escoger la orquesta para que aquellos
instrumentos sacaran toda la belleza que tenían dentro. Murió sin hacer ruido, sentado
en su taburete mientras limpiaba una flauta travesera. Aquel año, la orquesta comenzó
el concierto con una marcha fúnebre en su honor.
Su madre le contaba cada noche una historia inventada y, los fines de semana, lo
llevaba al puerto. Se sentaban en un banco de piedra a contemplar las estrellas, y allí
le fue dando nociones de astrología mezcladas con algunas leyendas. De ahí le vino
a Manuel el amor por el universo y, cada vez que quería resolver algún misterio, se
Iba a pensar mientras miraba la inmensidad del firmamento. A su madre se la llevó el
destino disfrazado de tranvía, justo cuando se lanzó a la calzada para salvar al hijo de
su vecina, que se había desenroscado del regazo de aquella mujer para lanzarse por
una canica que había visto en el empedrado de la calle.
Durante mucho tiempo, el cielo estuvo negro para Manuel, hasta el día en que conoció a María.

	 El encuentro

Por el pueblo se había propagado que un nuevo sacerdote había echado con sus lecturas
y homilías a los cuatros santurrones que nunca faltaban a misa. Aquella novedad hizo
que la parroquia se llenara a la semana siguiente y que, desde entonces, no quedase
ningún rincón vacío cada vez que predicaba. A Manuel le picó la curiosidad y un domingo
se puso su traje menos gastado y cruzó por primera vez la puerta de la parroquia sin
el encargo de afinar el órgano. Aquel día, el padre Carlos se puso a leer los primeros
capítulos de “El conde de Montecristo”. Cuando llegó al instante en que encerraban
a Dantés en el castillo de If, comenzó la homilía hablando de la capacidad única de
Dumas para crear una aventura desde sus primeras páginas y santificar una venganza.
Tras una pausa, bajó del púlpito y, entre los bancos, siguió diciendo que Dios, sin duda,
le dio a ese hombre un don que supo explotar por el bien de sus prójimos, y algunas
cosas más que Manuel dejó de escuchar en el momento en que vio a María. Cuando
terminó la misa, como si un resorte le hubiera empujado hacia una de las pilas, sacó de
ella agua bendita ahuecando la palma de la mano y se la ofreció delante de su marido.
Ella, con la yema del índice, le rozó y se hizo la señal de la cruz, dejando unas gotitas
humedeciendo su frente y llevándose el corazón de Manuel para el resto de sus días.

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