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[ Relatos cortos 2020 ]

se podía leer: «Luthier. Se afinan instrumentos y se crean melodías». Se sentó en su
taburete y se puso a trabajar en la reconstrucción del laúd que un ermitaño le había traído
hacía unas semanas. Aquel hombre no era lo que aparentaba ser, más bien, parecía
un hechicero: sus ojos eran capaces de atravesar los pensamientos ajenos y Manuel lo
supo cuando cruzaron sus miradas. Algo familiar se le escapaba, mas él no era adivino
y su profesionalidad estaba por delante de cualquier enigma. Le pidió que pusiera todos
los sentidos para que el instrumento sonara igual que antes de ser destruido. Sin duda
era una misión difícil, pero si alguien tenía la habilidad de llevarla a cabo, era él. No en
vano, ya había sacado de sus manos una flauta a la que consiguió amoldar las notas
precisas para que un chico librase a un pueblo cercano de una plaga de ratones.

	 Mariposas

Al sonar las once en el reloj del ayuntamiento, la cadencia de su pulso aceleró el ritmo
y se perdió en un mundo imaginario, hasta que unos golpecitos en la puerta lo sacaron
de su ensueño. Abrió y allí estaba el motivo de sus desvelos. María venía con sus
cántaras de leche a despacharle el litro diario que él le pedía con el cuerpo embebido
en un amor tan recatado, que apenas le salía un hilillo de voz. Ella le sirvió su leche y
le sonrió, y todas las mariposas que vivían dentro de Manuel se pusieron a volar a la
vez. Aquel efecto se iba apagando poco a poco; le duraba hasta que María doblaba la
esquina para seguir su ruta.
Manuel se sentó de nuevo a reanudar su tarea sin fijarse en que un pequeño haz de
luz se revolvía en la alacena.

	 María

María era un alma joven que siempre vestía con ropas claras, como la luz que desprendía,
hasta que la muerte de su marido la encerró en unos rigurosos trajes negros que le
hacían rozaduras en el alma. Aquel hombre había llegado a un acuerdo con sus padres:
a cambio de unos cuartos y un papel firmado en el que les dejaba el pajar, las vacas y la
lechería en herencia, María fue entregada en matrimonio. Ella, todo dulzura, guardaba
en su interior el temperamento de una fiera salvaje cuando se le atacaba, y en la noche
de bodas, al sentir muy cerca el aliento amargo del marido sacó de su liguero un puñal.
Se lo puso en la garganta y juró delante del crucifijo que coronaba la cama que, si le
rozaba alguna vez, las sábanas acabarían teñidas con su sangre. Romualdo se amilanó
ante la determinación de aquellas palabras y hasta el día de su muerte durmió en la
habitación de invitados. Con la mirada llena de asombro y vergüenza, le pidió que, para
guardar las apariencias, se comportaran como una pareja bien avenida. María accedió
ante los ruegos de aquel hombre, para evitar las habladurías con que ciertos vecinos
envenenaban las vidas ajenas y engañaban el tedio de las suyas.

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